En una noche de verano, una pequeña niña jugaba en su jardín. Era una de esas niñas felices con una enorme imaginación para jugar en pequeño terreno de casa, que apreciaba más los momentos en familia que el tener la tecnología más avanzada del mundo, era especial. De pronto, escuchó un ruido entre sus árboles y se asustó. Temerosa pero intrigada iba acercándose y, al final, descubrió que se trataba de un pájaro herido. Corriendo avisó a sus padres y, tras unas semanas, consiguieron curarle. En el día de la despedida, la pequeña alzó sus manos al aire y el pájaro comenzó a volar, agradecido. Sintió tal sensación de felicidad que se propuso ayudar a toda persona o animal que necesitase una mano amiga.
Conforme fue creciendo lo iba cumpliendo sin darse cuenta, le salía del corazón. Ayudaba a los ancianos en cualquier momento, les daba de comer a animales abandonados que se encontraban, tristemente, en las calles solitarias, cumplía los recados que tenían pendientes las personas a las que les faltaba tiempo para respirar o le daba algunas monedas a las que se encontraban pidiendo, en la pobreza.
Poco a poco fue la más conocida de aquel pueblo. Todos se preguntaban por qué lo hacía si nunca aceptaba nada a cambio. La veían como una persona curiosa, no estaban acostumbrados a la solidaridad ni a ser solidarios. Lo que nadie sabía era que hacía todo aquello porque le encantaba ver a las personas sonreír o escuchar el suspiro de alivio cuando la veían acercarse dispuesta a echar una mano. Le divertía que los animales la acompañaran en su camino, agradecidos por lo que hacía por ellos pero, sobre todo, adoraba ver a los pájaros volar. Los observaba revoloteando allá arriba desde su jardín, pensando que eran como las personas que se encontraban abajo: Algunos están heridos, enjaulados sin saber qué hacer, dando pequeños pasos de un lado para otro, hasta que de pronto alguien aparece y les saca de las rejas para ayudarles o enseñarles a volar de nuevo.
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