Con seis
años me preguntaron qué quería ser de mayor y respondí "bailarina".
No me hicieron falta ni tres segundos para responder. No sabía por qué pero me
enamoré del ballet la primera vez que lo pusieron mis padres en televisión. Fue
hermoso. Una danza clásica en la que la mujer parecía volar como el más bello
pájaro, tener la elegancia de un cisne y deslizarse más delicadamente que una
pluma. No era la típica niña pequeña que soñaba con ser princesa o astronauta.
Sabía lo que quería y era bailar. Mis padres, aunque no estuviéramos
especialmente bien de dinero, me ayudaron muchísimo. Supieron que ese sería el
sueño de mi vida.
Con siete
años me apuntaron a clases de ballet. La primera vez que entré allí y vi a la
profesora, tan elegante y guapa, supe que quería ser como ella de mayor. Al
principio estaba un poco nerviosa por no conocer a nadie y por entrar en aquel
mundo desconocido y bello pero, al ver que todas las demás chicas de mi edad
estaban igual que yo, me relajé y empecé a hacer amigas. Cada vez íbamos
haciendo algún movimiento nuevo, pasos, giros. Con el tiempo y los años aprendí
que, como alguien dijo alguna vez, el ballet no era un baile, sino una
disciplina. A través de televisión, cuando vi a aquella hermosa bailarina,
nunca imaginé lo duro que era mostrar esos factores de expresión y realizar
tales movimientos para transmitir tantas emociones.
Con quince
años sufría. Mis pies no podían más, mi cuerpo decía basta, nunca había tenido
ampollas o las uñas tan magulladas. Recuerdo que pensé en desistir, buscarme
otro sueño, dejar las clases y hacer cualquier otra cosa más fácil. Mis padres
habían visto todos mis avances y, aunque no estuvieran de acuerdo con mi
decisión ya que habían hecho más esfuerzos de los que yo había pensado, me
apoyaron. Sabían que valía para bailar pero también sabían que, con lo
testaruda que yo era, no podían obligarme. Dejé las clases de baile, a mis
compañeras, tristes por enterarse de la noticia de mi ausencia, y mi sueño.
Seguía yendo a las clases del colegio como siempre, pero me sentía vacía,
triste, no me concentraba en los estudios, sólo pensaba en lo que había
decidido dejar atrás. Un día, me encerré en mi habitación y comencé a llorar,
cada día lo hacía con más frecuencia. Mi padre, al escucharme, llamó
cuidadosamente a la puerta y entró. No dijo nada, sólo se sentó en el
borde de la cama y me besó en la frente. Ese gesto me calmó, él me conocía
mejor que yo misma. Se acercó y me dijo, “no se puede dejar de lado algo que
realmente te gusta y te hace feliz sólo porque en ocasiones sufras. Recuerda
que cuando llegues a lo más alto, todo ese camino recorrido será lo más bonito
que jamás hayas hecho. Me cuesta reconocer que mi niña pequeña haya crecido tan
rápido. La danza, el sufrimiento y esfuerzo te han hecho madurar, crecer, te
han hecho más fuerte. Por eso te he vuelto a apuntar a ballet, sé que lo echas
de menos, así que dale otra oportunidad” y, sin saber que aquello que me dijo
se me quedaría grabado para el resto de mi vida, me volvió a dar un beso en la
frente, se levantó y salió de la habitación. Aquella noticia se reflejó en mí a
través de una radiante y enorme sonrisa. Mis amigas se alegraron al verme
regresar y yo al volver con ellas. Regresé con más fuerza que nunca. Era mi
sueño e iba a luchar por él. Con el tiempo, el saber el esfuerzo y constancia
que requería, me hizo darlo todo de mí sin rendirme, sin un suspiro de cansancio,
con lágrimas de dolor pero con una sonrisa que mostraba que aquello era lo mío,
mi pasión. No quería ser mejor que nadie, sólo quería superarme cada día y
saber hasta dónde podía llegar, dándome cuenta de que no había límites.
Con
dieciocho años, mis padres decidieron presentarme a audiciones de ballet. Me
compraron un vestido blanco precioso y unas zapatillas perfectas, tanto para mi
comodidad como para bailar. En mi primera audición me rechazaron y mis padres
pensaban que lo volvería a dejar, pero no fue así. Aquello me motivó más de lo
que creía. Fue un gran impulso para mejorar, perfeccionar los pequeños
detalles. Mi padre, seis meses después de aquella audición, falleció. Mi madre
me confesó que tenía problemas de corazón y ya no había podido resistir más.
Murió en la cama, tranquilo y con una sonrisa porque, me dijo, que el sueño de
mi padre era verme feliz y bailando le transmití toda mi felicidad. Mi madre y
yo pasamos por momentos duros, nos costaba superarlo. Supongo que una muerte no
se supera u olvida, sino que se lleva dentro tanto en el corazón como en el
recuerdo. Él siempre decía que era mejor que aquella bailarina de televisión así que, en todas las demás audiciones que se presentaron, le
demostré al cielo que no se equivocó al volver a apuntarme a clases. En la cuarta
audición me aceptaron y, tras un tiempo, se nos presentó la oportunidad de
viajar a Sevilla para actuar en el Teatro de la Maestranza. Era la primera vez
que veía mi nombre escrito en la programación de un teatro. Fue una sensación
aterradora y, a la vez, maravillosa. Llegó el día. Estaba preparada, sabiendo
que los espectadores a los que tenía que sorprender eran a mi madre y a mi
padre, con butaca en primera fila desde el cielo. Así lo hice, bailé, volé a
ras del suelo. Terminé y todos se levantaron para aplaudirme. Miré a mi madre
que lloraba de felicidad, mirando hacia arriba, y no pude resistirme a bajar
del escenario para agradecerle con un fuerte y duradero abrazo todo lo que
habían hecho por mí.
Durante todo mi
recorrido en el mundo de la danza, no fui aquella bailarina que vi de pequeña,
era yo misma alcanzando mi sueño.
¡Hermoso post!! ¡¡Vive tus sueños!!!
ResponderEliminar¡Muchísimas gracias, Leonardo! Así haré, lo mismo te digo :D
EliminarUn saludo.