De pequeña había creído que su lugar estaba en el mar.
Vivían en una pequeña casita cercana a una cala. Era muy acogedora,
transparente, desconocida por los demás y silenciosa. Algunas tardes aquel
silencio se rompía con su risa, acompañada de la de sus padres. Desde su
habitación, el sonido de las olas le atraían como si fuese una llamada de
emergencia, a la que siempre hay que acudir. Los minúsculos granos de arena,
escondiéndose entre su largo pelo, la acompañaban hasta su casa recordándole lo
mágico de aquel día. Cuando se adentraba en el mar el agua bailaba con ella y los amaneceres... Noches en las que se rindieron al sueño a los pies de la
orilla y despertaban con un espectáculo de colores allá arriba, superando la
realidad a cualquier fotografía o cuadro que intentara imitar aquella escena.
Tristemente, años más tarde, tuvieron que marcharse a la ciudad, llevando
consigo ese trocito de vida en un tarro de cristal lleno de arena y conchas.
Tantas tardes, noches y amaneceres encerrados en ese frasco, temiendo abrir la
tapa por si aquellos momentos tan felices se escapaban. Aún así seguía
escuchando el mar en su cabeza, las gaviotas y las risas que se producían de
pura felicidad.
Ella sabía que la vida era un largo recorrido en el que uno
no siempre puede quedarse en el lugar que ama. Sin embargo era feliz porque, sus
recuerdos y su renacer en cada uno de aquellos amaneceres al abrir los ojos, permanecerían eternamente. Era feliz porque siempre podría visitar aquel
paraíso en cualquier momento, en sus sueños, al alba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario