miércoles, 30 de octubre de 2013

Mi mundo en mil pedazos.

 Aún recuerdo aquel día en el que todo mi mundo se rompió en mil pedazos. Él era mi mundo, lo completaba. Sus brazos rodeándome; el lugar más seguro de la Tierra. Sus labios; más tiernos y dulces que cualquier fruta. Su pelo; ese al que a él le encantaba que le acariciase, despeinándole. Su sonrisa;  aquella que, con sólo mirar, me decía que todo iría bien. Éramos dos pájaros libres que volaban sin temor a la lluvia, los truenos o las nubes. Llevábamos siendo novios seis maravillosos años. Teníamos peleas, pero siempre volvíamos a reconciliarnos. Nos queríamos con locura. Un amor de cuento, con el que todas hemos soñado de pequeñas. La princesa estaba triste y sola en la torre, llevaba esperando mucho tiempo y ningún príncipe venía en su caballo blanco a rescatarla. Ésta se cansó de esperar y se fue sentando, lentamente, en el filo de su ventana. Aquella por la que estuvo mirando mil amaneceres, a la espera de un nuevo día. Ella decía que una vida sin amor no era vida, así que, olvidándose de todo, se tiró pero, en el último segundo, no cayó al suelo sino en los brazos de un apuesto príncipe, montado en moto, que la salvó. La salvó de sus miedos, inquietudes, desilusiones, protegiéndola del mundo. Éste era mi cuento. Todo era perfecto. Una mágica noche, fuimos a cenar a mi restaurante preferido. Mi chico pidió una cena especial y yo no sabía la razón. La música era cálida y acogedora. Cuando terminamos de cenar, él se levantó y me apartó la silla. Le di un beso, vi que se tropezó y cayó al suelo. Fui a ayudarle y, de pronto, estaba de rodillas, sacando una cajita con un anillo dentro, a la vez que me pedía ser su esposa. Le dije que sí y todo el restaurante se puso a aplaudir. Los siguientes años en los que empezamos a vivir juntos, fueron estupendos. Empezamos a organizar y a preparar la boda. Nos fuimos estresando, alguna que otra pelea, enfados, pero todo terminaba con un beso. Excepto una noche. No recuerdo bien la pelea, aunque fue bastante fuerte. Era de noche y  se marchó de casa realmente enfadado. Cogió su moto y yo le pedía, entre lágrimas, que no se fuera. Se fue. Estuve en casa desesperada, llorando. Pasaba las horas en vela, sin saber nada de él. Llamaba a su móvil, nadie respondía. Me fui a la cama a intentar descansar, aunque era imposible. Miré el reloj y eran las tres de la mañana. Conseguí cerrar los ojos y dormir unos minutos. De pronto, los abrí y mi corazón empezó a latir muy fuerte. Me desperté asustada y con lágrimas en los ojos. Algo estaba ocurriendo. Me puse a andar por la casa y me llamaron al móvil. Era su número, al fin. Volví a respirar. Lo cogí y empecé a hacer preguntas, pero la voz que sonaba al otro lado de la línea era de otro hombre. Estuvimos hablando unos minutos. Me congelé. El móvil se me cayó de las manos, no respiré, no reaccioné. Me tiré al suelo y afloraron de mí unas lágrimas que nunca hubiera creído que saldrían por ese motivo. Un increíble motivo. Él ya no estaba en este mundo. No estaba. Tuvo un accidente con un coche en su moto. Salió disparado y murió en el acto. El aire no entraba ni salía de mí. Me quedé en un rincón. Pasaron los días, las semanas. Me daba miedo salir a la calle. Ver cosas que me recordaran a él, que era básicamente todo. Dejé todas las cosas de la casa tal y como se quedaron. No me importaba el desorden. Hasta que llegó una tarde que decidí salir. El aire fresco me acarició. Los pájaros cantaban, felices. Todo el mundo lo parecía. Irónico. Empecé a caminar. Le hice una promesa: “Nunca te olvidaré. Viviré por ti todo lo que nos quedó por vivir”. Aún recuerdo aquel día en el que todo mi mundo se rompió en mil pedazos. 


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