Me asomé a la ventana, eran las nueve y media de la noche cuando el cielo grisáceo amenazaba con lluvia a los viandantes del pueblo. En mi casita sonaba un disco de vinilo que me regalaron mis abuelos. ¿Amante de lo clásico? Por supuesto. Comenzó a llover y todo el mundo huía de un lado para otro, hasta que las calles se quedaron vacías. ¿Qué hice yo? Salí a inspirar el olor a tierra mojada. Las farolas me iluminaban el camino, como si quisieran guiarme hacia algún lugar, así que me dejé llevar. El silencio reinaba, la paz me invadía.
Nunca me detuve a observar la
magia que impregnaba cada rincón, supongo que las prisas no nos permitían ver
la belleza de nuestro alrededor. Era un pueblo que inspiraría a cualquier
escritor en busca de su musa perdida, yo estaba en ello. Algunos me llamarían
imprudente o loca por salir sola a la calle de noche, qué sabrán. El miedo
nunca había formado parte de mí. Así era yo, libre, valiente e invencible.
Mientras caminaba, pensando en
nada y a la vez en todo, un ruido unos metros más adelante interrumpió mi
paseo. Me acerqué lentamente para conseguir ver a través de las gotas de lluvia
y, de pronto, ahí estabas tú, un perrito asustado, empapado, tiritando de frío.
Tú, ese ser que me cambiaría la vida para siempre. Parecías inofensivo, así que
me agaché para que mi paraguas consiguiera cubrirnos a ambos. El corazón me dio
un vuelco cuando tus ojos me miraron fijamente, tan dentro de mí que incluso
llegaste a tocarlo. Lloré, sí. ¿Cómo podía ser que te hubiesen abandonado? Me
tranquilicé y te aproximaste más a mí, como si quisieras que te salvara de
aquello. Corrimos hacia un soportal para refugiarnos y allí nos quedamos
sentados, permitiste que te envolviera entre mi abrigo y el calor de mi cuerpo.
Me daba igual la ropa sucia, que tu pelo me mojara el jersey, me daba igual
todo. En ese momento empezaste a quererme tan rápido y tan fuerte que yo
también te comencé a querer. Las únicas palabras que salieron de mi garganta
fueron "yo te cuidaré". Pareció como si me hubieras entendido porque
tu cuerpo entró en estado de paz. Las farolas me guiaron hacia ti, estabas en
mi camino y yo, sin saberlo, te estaba esperando. Te quedaste dormido dentro de
mi abrigo y juro que, en ese pequeño instante, el sol salió sólo para nosotros
dos.
Ha pasado un año desde entonces y
gracias a ti la musa volvió a mí. Llevaba mucho tiempo con el “bloqueo del
escritor”, ese que tantos dolores de cabeza me había traído. No era feliz, mi
corazón me pedía algo y yo no le escuchaba. Una vez que lo hiciera, cuando
comenzase a ser yo misma de nuevo, conseguiría finalizar mi libro y cumplir por
fin mi sueño. Tú hiciste que me volviese a conocer, reencontrar mi camino, mi
sentido. Eres mucho más que un simple animal, eres mi guía y protector en esta
vida y en todas las que haya. Ahora esta carta te la leo mientras te tengo en
mi regazo escuchándome atentamente, con aquel disco de vinilo sonando, el
crepitar de la leña en el fuego a nuestra izquierda, la ventana a la derecha y
mi libro en la mesita frente a nosotros, tú sales en él.
¿Sabes? Yo te acogí en mi hogar,
pero fuiste tú el que me salvó.
Gracias.

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