Estoy esperando en
un incómodo asiento de un lugar que a nadie le gusta visitar. Estoy sola. Mis
padres tuvieron un accidente de coche, ocurrió un día de diluvio. Ahora tengo
diecinueve años, aquel día tan sólo seis. En ese tiempo no entendía lo que pasaba.
Empecé a vivir con mi abuelo Matías desde entonces. Dejé de ver a mis padres y
de estar con ellos cada día, pero no sabía por qué. Nadie me explicaba nada.
Cómo explicarle a una niña que sus padres están en el cielo y no los volverá a
ver. Mi querido abuelo me dijo que estaban de viaje, así que dejé de preguntar
y pasamos los años más felices que recuerdo. Con el tiempo veía que a las demás
niñas de mi colegio las recogían sus padres, que las charlas sobre los amores
adolescentes, entre padres e hijos, yo las tenía con mi abuelo. Empecé a intuir
lo que pasaba, pero me daba miedo creerlo y saber la verdad. Con doce años la
supe. Me costó algunos años superarlo pero, gracias a mi Matías, lo conseguí.
Ya estaba más viejecito. Corría y jugaba conmigo menos, pero tenía la
suficiente fuerza como para darme unos abrazos que dejaban su perfume en mi
ropa y unos besos que me dejaban sorda.
Ahora estoy esperando en un hospital,
en un día triste y gris, mirando el reloj que hay colgado en una pared. Parece
que se burla de mí, como si las agujas no se moviesen y el tiempo no avanzase.
Mi abuelo está en quirófano, rodeado de cirujanos que le están operando de una
enfermedad del corazón. Yo sé que saldrá de allí, con la misma energía que
siempre ha tenido. Lo sé.
No me gusta este ambiente. Personas llorando, heridas, sangre, camillas que pasan rápidamente, olor a guantes de plástico, a hospital. Llevo esperando seis interminables horas. Algunos médicos, que pasan veloces, me miran con gesto preocupado. No quiero ponerme nerviosa. No puedo evitarlo. Ya lo estoy. Le pregunto a una enfermera y me dice que la operación se ha complicado. No quiero llorar. Me sale una lágrima, seguida de todas las demás. Al final caigo rendida en el asiento y me quedo dormida.
No me gusta este ambiente. Personas llorando, heridas, sangre, camillas que pasan rápidamente, olor a guantes de plástico, a hospital. Llevo esperando seis interminables horas. Algunos médicos, que pasan veloces, me miran con gesto preocupado. No quiero ponerme nerviosa. No puedo evitarlo. Ya lo estoy. Le pregunto a una enfermera y me dice que la operación se ha complicado. No quiero llorar. Me sale una lágrima, seguida de todas las demás. Al final caigo rendida en el asiento y me quedo dormida.
Alguien me
llama y abro los ojos. Miro a una enfermera, que me coge suavemente la mano, y
miro el reloj. Llevo diez horas en aquel hospital. La enfermera me mira cálidamente.
No quiero temerme lo peor. No, por favor. Tras un largo minuto de silencio, la
una al lado de la otra, me aprieta la mano y veo que saca una pequeña sonrisa
de su rostro. Mi abuelo Matías ha superado su dura y larga operación con éxito,
como un valiente. Le doy uno de esos abrazos especiales a la enfermera y veo que
mi abuelo sale en una camilla. Me pongo a su lado, me dedica la sonrisa más
preciosa del mundo y me coge la mano con esa fuerza que siempre tuvo. Sabía que
mi abuelo era un luchador y nada podría vencerlo. Lo sabía.
Preciosa historia ,me ha emocionado mucho.
ResponderEliminarUn beso sigue escribiendo que me tienes enganchada .
¡Muchas gracias! Por supuesto, nunca dejaré de escribir por mucho tiempo que pase. Me alegro un montón de que os gusten mis historias.
ResponderEliminarUn besazo enorme.
Es muy sentimental,me ha gustado mucho! Felicidades! Me gusta como escribes y cada día aprendemos más de la escritura/lectura. Sigue así Y pásate por mi blog si te apetece! reggaesinlimite.blogspot.com.es
ResponderEliminar¡Una y mil gracias, Carmen! Me alegra muchísimo que te haya gustado esta pequeña historia tan sentimental y que me digas que te gusta mi estilo en la escritura. Gracias, de veras.
Eliminar¡Por supuesto! Me paso ahora mismo por tu blog. ¡Saludos!