Me encuentro en mi
habitación. Un delicado piano suena a través de los pequeños altavoces,
llenando aquel espacio tan grande de tranquilidad y armonía. Me ayuda a
relajarme y a pensar con claridad. Estoy sentada, con el punto de mira en un
papel en blanco y un lápiz, haciéndole compañía. Juntos han creado bellas
historias que han hecho emocionarse a pequeños y grandes lectores. Ahora
intento crear una nueva. Las ideas fluyen en mi mente como pájaros veloces,
pero no me da tiempo a atrapar ninguno. Pequeñas frases, cortas historias
surgen en un instante y se desvanecen. De pronto, un pájaro de mi cabeza se
posa en un árbol y empieza a cantar. Lo contemplo cuidadosamente, para evitar que
se asuste y eche a volar. Ya lo tengo. La inspiración reaparece como si hubiera
estado ocultándose, pero nunca se hubiera ido. Cojo el lápiz y veo que, en
aquel papel solitario, se van uniendo cada vez más palabras, reflejando lo que
mi cabeza piensa a toda velocidad, orgullosa por el gran final que será escrito
en minutos. Ya acabé. Releo y analizo las palabras. Cada una me transmite algo
diferente y eso es lo que quiero. Me levanto de aquella silla y salgo por la
puerta. Me dirijo al lugar donde se encuentra mi superior. Las dudas por el
camino de si aquella historia será buena, si será una tontería o se reirán por
lo que he escrito, me empiezan a invadir. Me paro y doy un paso atrás. No sé
qué hacer. Vuelvo a leerla despacio, en contraste con el exterior que está en continuo
movimiento. Respiro y le hago caso a mi intuición. Sólo me dice “adelante”.
Avanzo, llego y entro al edificio. Ya estamos mi jefe y yo sentados. Él lee
mientras yo le observo. Tras varios e interminables minutos, las siguientes
palabras que salieron de su boca se me quedarán grabadas para siempre: “Enhorabuena,
esta historia es fascinante, la mejor que he leído hasta ahora. Siga así,
superándose a sí misma”. Salgo de allí rápido, deseando gritar y dar saltos de
alegría.
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