Aún recuerdo aquel
día en el que todo mi mundo se rompió en mil pedazos. Él era mi mundo, lo
completaba. Sus brazos rodeándome; el
lugar más seguro de la Tierra. Sus labios; más tiernos y dulces que cualquier
fruta. Su pelo; ese al que a él le encantaba que le acariciase, despeinándole.
Su sonrisa; aquella que, con sólo mirar,
me decía que todo iría bien. Éramos dos pájaros libres que volaban sin
temor a la lluvia, los truenos o las nubes. Llevábamos siendo novios seis
maravillosos años. Teníamos peleas, pero siempre volvíamos a reconciliarnos.
Nos queríamos con locura. Un amor de cuento, con el que todas hemos soñado de
pequeñas. La princesa estaba triste y sola en la torre, llevaba esperando mucho
tiempo y ningún príncipe venía en su caballo blanco a rescatarla. Ésta se cansó
de esperar y se fue sentando, lentamente, en el filo de su ventana. Aquella por
la que estuvo mirando mil amaneceres, a la espera de un nuevo día. Ella decía
que una vida sin amor no era vida, así que, olvidándose de todo, se tiró pero, en
el último segundo, no cayó al suelo sino en los brazos de un apuesto príncipe, montado
en moto, que la salvó. La salvó de sus miedos, inquietudes, desilusiones,
protegiéndola del mundo. Éste era mi cuento. Todo era perfecto. Una mágica noche,
fuimos a cenar a mi restaurante preferido. Mi chico pidió una cena especial y
yo no sabía la razón. La música era cálida y acogedora. Cuando terminamos de
cenar, él se levantó y me apartó la silla. Le di un beso, vi que se tropezó y
cayó al suelo. Fui a ayudarle y, de pronto, estaba de rodillas, sacando una cajita
con un anillo dentro, a la vez que me pedía ser su esposa. Le dije que sí y
todo el restaurante se puso a aplaudir. Los siguientes años en los que
empezamos a vivir juntos, fueron estupendos. Empezamos a organizar y a preparar
la boda. Nos fuimos estresando, alguna que otra pelea, enfados, pero todo
terminaba con un beso. Excepto una noche. No recuerdo bien la pelea, aunque fue
bastante fuerte. Era de noche y se
marchó de casa realmente enfadado. Cogió su moto y yo le pedía, entre lágrimas, que no se fuera. Se fue. Estuve en casa desesperada, llorando. Pasaba las horas
en vela, sin saber nada de él. Llamaba a su móvil, nadie respondía. Me fui a la
cama a intentar descansar, aunque era imposible. Miré el reloj y eran las tres
de la mañana. Conseguí cerrar los ojos y dormir unos minutos. De pronto, los
abrí y mi corazón empezó a latir muy fuerte. Me desperté asustada y con
lágrimas en los ojos. Algo estaba ocurriendo. Me puse a andar por la casa y me
llamaron al móvil. Era su número, al fin. Volví a respirar. Lo cogí y empecé a
hacer preguntas, pero la voz que sonaba al otro lado de la línea era de otro
hombre. Estuvimos hablando unos minutos. Me congelé. El móvil se me cayó de las
manos, no respiré, no reaccioné. Me tiré al suelo y afloraron de mí unas
lágrimas que nunca hubiera creído que saldrían por ese motivo. Un increíble
motivo. Él ya no estaba en este mundo. No estaba. Tuvo un accidente con un
coche en su moto. Salió disparado y murió en el acto. El aire no entraba ni
salía de mí. Me quedé en un rincón. Pasaron los días, las semanas. Me daba
miedo salir a la calle. Ver cosas que me recordaran a él, que era básicamente todo.
Dejé todas las cosas de la casa tal y como se quedaron. No me importaba el
desorden. Hasta que llegó una tarde que decidí salir. El aire fresco me
acarició. Los pájaros cantaban, felices. Todo el mundo lo parecía. Irónico. Empecé
a caminar. Le hice una promesa: “Nunca te olvidaré. Viviré por ti todo lo que
nos quedó por vivir”. Aún recuerdo aquel día en el que todo mi mundo se rompió
en mil pedazos.
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